martes, agosto 22, 2017

CUERPOS QUE ABRAZAN. Pequeño homenaje a las gentes del teatro.



Algunas veces pienso que este blog recuperaría su vieja vitalidad si remara a la contra, si se limitara a valorar los artículos que en los últimos tiempos publican Pérez Reverte o Javier Marías y que tantas veces consiguen enfadarme. Ha pasado ya bastante tiempo desde que Marías publicó uno especialmente agresivo e injusto contra el teatro español, refrito de otro anterior de parecido tono negro, pero ya no pienso en una respuesta, sino más bien en que me gustaría escribir mi propia mirada sobre lo que yo he conocido de las gentes del teatro, de esos a los que hay quien pretende insultar llamándoles titiriteros.
 
Hace casi dos años que me incorporé a mi trabajo actual. Hasta entonces había sido espectador perezoso de teatro, y es que las tablas no estaban en mi educación sentimental. Sí la música, pasión grande para mi madre y contagiosa, y pronto la danza, mejor la contemporánea, desde que a edad muy temprana me pasmé contemplando a los Ballets del Siglo XX de Maurice Bèjart interpretando su Bolero y su Consagración de la primavera. Pero con el teatro mi comunicación había sido sobre todo textual y clásica. Muchas veces me explicaba a mí mismo que el tiempo era poco y el peculio escaso, y que puesto que no podías rendirte a tantos dioses, había decidido centrarme en dos, los libros y la música, así que ni mi corazón ni mi monedero daban para mucho más.
 
Pero el amor y las artes ensanchan el corazón y siempre necesitan más. Confieso que me he rendido al teatro en cuanto he tenido acceso a otras obras, otros métodos, otras dramaturgias, que hoy diría que hay un perfil teatral muy comercial que no me llama la atención pero que siempre merece la pena explorar y disfrutar de lo que el trabajo esmerado y constante de tantas personas levanta sobre los escenarios. Esas personas comprometidas con su profesión y su pasión incluso en tiempos de crisis, de recortes, de pobreza, y en un país que a lo mejor a su cultura no le da el valor ni la importancia que de verdad merece. Esas personas son muchas y muy diferentes, y no siempre están a la vista del público, son actrices y actores, autores y directores, claro. Pero también todas las profesiones que juntas edifican el espacio escénico, las que le aportan luz y vida sonora, las que visten y desvisten, las que maquillan y peinan, las que diseñan todo ese universo que nos abre su alma cada vez que los telones se descorren o las luces de sala se apagan, las que en cada teatro se ocupan de que la vida, digo la representación, surja tal y como estaba previsto.
 
Me han regalado en estos dos años muchas emociones. He llorado, demolido, durante La piedra oscura, y necesito volver a disfrutar del trabajo de Nacho Sánchez. He temblado otra vez con Homero cuando Guillem Cluá y La Joven Compañía han desplegado ante mis ojos atónitos las llanuras de Troya con su Proyecto Homero. He temblado ante la tragedia humana que latía entre las palabras de los resistentes numantinos y me he roto buceando en el horror que Wadji Mouawad convierte en incendio. He reído en La Abadía y he sentido fiebre en Mérida, he vivido la transformación de una vieja pensión en el castillo de Macbeth, he compartido tantos momentos mágicos durante tantas representaciones y a veces disfrutado de unas cañas tan especiales después que si tuviera que elegir una palabra para resumirlo todo sería gratitud. Pero en su lugar voy a elegir abrazo.
 
Y es que yo soy un hombre del norte, tímido y frío, casi diría que un anoréxico emocional. Yo crecí en el norte y en una familia cálida y acogedora, pero como lo son por aquí la mayoría de muy escasa efusividad, tanto que aún recuerdo con horror a ese único amigo que para saludar te plantaba un enorme abrazo en mitad de la calle, haciendo que tu cuerpo se quedara rígido y estúpido, sin saber reaccionar. ¡Si ni siquiera sé cómo comportarme cuando alguien me gusta, no sé qué pasos debo dar ni cuándo apostar por una ligera caricia o un apunte de beso!
 
Los actores, las actrices, han hecho de sus cuerpos su instrumento de trabajo y su lenguaje, vuelcan sus emociones y las comparten. La experiencia personal de sus compañías fugaces ha sido la comprobación de que en su mayor parte son cercanos, vitales, agradecidos, que ponen toda la carne en el asador para salir adelante en una profesión que apenas les garantiza subsistir, y a pesar de todo se afilian al entusiasmo en cada ensayo, en cada entrenamiento, en cada función. Jóvenes y veteranos, nombres grandes y nombres que aparecen en los carteles un poco más pequeñitos, clásicos y arriesgados, todos parecen cortados por ese mismo patrón de la generosidad abierta. Con sus aciertos y sus fallos, con sus noches afortunadas y las que sería mejor ocultar con un poco de olvido.
 
Son gente que abraza. Mucho. Y que te enseña a disfrutar de los abrazos.
 
Teatro, sí. Puro teatro.

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